La mirada de un párroco, desde la esperanza y el optimismo. Ésta es la propuesta del autor de estas reflexiones que tendrán una periodicidad quincenal.

sábado, 13 de octubre de 2012

La Fe es un don de Dios


Acabamos de cruzar las puertas para celebrar los cristianos “EL AÑO DE LA FE”.

La “puerta de la fe” está siempre abierta y es la clave para entrar en la Iglesia de Dios; con este concepto, el Papa introduce la Carta Apostólica en forma de Motu proprio que instituye el Año de la fe. Titulado Porta Fidei, el documento explica el sentido de este tiempo especial de gracia que comenzó el 11 de octubre de 2012 (50º aniversario de la apertura del Concilio Vaticano II) y acabará el 24 de noviembre de 2013, solemnidad de Cristo, Rey del Universo.

El Año de la fe, será pues, un camino que la comunidad cristiana ofrece a muchas personas que viven con la nostalgia de Dios y el deseo de reunirse con Él de nuevo. Por tanto, es necesario que los creyentes sientan la responsabilidad de ofrecer la compañía de su fe, para estar próximos a los que preguntan sobre la razón de nuestra fe. Tendremos la oportunidad de confesar la fe en el Señor Resucitado en nuestras casas y con nuestras familias, para que cada uno sienta con fuerza la exigencia de conocer y transmitir mejor a las generaciones futuras la fe de siempre. Según el Papa, “en este  Año, las comunidades religiosas, así como las parroquiales, y todas las realidades eclesiales antiguas y nuevas, encontrarán la manera de profesar públicamente el  Credo”.

Leído lo anterior por mi amigo Germán, me mira y me dice: “Pero todo esto tiene que ir acompañado con descubrir en nuestras vidas al Jesús de la historia, y al Cristo de la Fe”, y esto lo digo porque nos puede pasar como al religioso del convento ante la visita de un desconocido.

Escucha esta historia que ha caído en mis manos:

Un hombre quería vivir la fe y encontrar a Dios, y éste llamó a la puerta de un monasterio.
— Hace mucho tiempo que estoy buscando a Dios. Puede que usted pueda enseñarme el método correcto para encontrarlo a través de la fe.

— Entre y vea nuestro convento —dijo el religioso, tomándolo por las manos y conduciéndolo hasta la capilla. Aquí puede contemplar las más bellas obras de arte del siglo XVI, que retratan la vida del Señor y su gloria al lado de los hombres.

El hombre aguardó mientras el monje iba explicando cada una de las bellas pinturas y esculturas que adornaban la capilla. Al final repitió su pregunta:

— Todo lo que he visto es muy bonito. Pero a mí me gustaría aprender el método más adecuado para encontrar a Dios y vivir la fe...

— ¡Dios! —respondió el religioso. Bien lo dices: ¡Dios!

Y llevó al hombre al refectorio, donde se preparaba la cena de los monjes.

— Mira a tú alrededor: dentro de poco se servirá la cena, y tú estás invitado a comer con nosotros. Podrás escuchar la lectura de las Escrituras mientras sacias tu hambre.

— No tengo hambre y ya he leído todas las Escrituras —insistió el hombre. Quiero aprender. Vine hasta aquí para encontrar a Dios.

Una vez más, el monje tomó al extraño de las manos y lo llevó a caminar por el claustro, que circundaba un bello jardín.

— Les pido a mis monjes que  mantengan la hierba siempre cortada  y que saquen las hojas secas del agua de la fuente que ves en el centro. Creo que este es el monasterio más limpio de toda la región.

El extraño caminó un poco junto al religioso y después se disculpó diciendo que debía marcharse.

— ¿No te quedas para cenar? —le preguntó el monje.

Mientras montaba en su caballo, él extraño comentó:

— Los felicito por su bella iglesia, por el acogedor refectorio, por el patio, impecablemente limpio. Sin embargo, yo he viajado muchas leguas solo para aprender a encontrar mi fe en  Dios, y no para deslumbrarme con tanta eficacia, comodidad y disciplina.

Un trueno rasgó el cielo, el caballo relinchó con fuerza y hubo un temblor de tierra. De repente, el extraño se quitó su disfraz, y el monje vio que estaba delante de Jesús.

— Dios está donde le dejan entrar —dijo Jesús. Pero vosotros le habéis cerrado las puertas de este monasterio haciendo uso de reglas, orgullo, riqueza  y ostentación. La próxima vez que un extraño se aproxime pidiendo ayuda para encontrar a Dios, no le muestres lo que habéis conseguido en su nombre: escucha la pregunta e intenta responderle con amor, caridad y simplicidad. Y tras decir esto, desapareció.

Mi amigo Germán me miro fijamente y me dice: el monje del monasterio somos tu y yo, así que fíjate el gran camino que nos prepara el Año de la Fe.

Cierto —le digo. Para confesar la fe en Dios tenemos que estar llenos de la fuerza del Espíritu, llenos de convicción, y debemos poner nuestra confianza y esperanza en Dios.

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