La mirada de un párroco, desde la esperanza y el optimismo. Ésta es la propuesta del autor de estas reflexiones que tendrán una periodicidad quincenal.

sábado, 28 de abril de 2012

Pequeños (grandes) recuerdos (IV)


Mi amigo Germán, ya entrado en años, tiene de vez en cuando, la mala costumbre de fumarse un cigarrito junto a una cerveza, y hoy domingo, sentados en una mesa en la calle y cerca de la parroquia, me preguntó sobre mis andanzas de juventud.
 
Para ser sincero, te diré German, que hay acontecimientos de hace un par de años y que no recuerdo, pero al remontarme al año 1965 no tengo dudas, pues fueron experiencias que se grabaron gratamente en mi vida. Entre ellas, lo que aconteció a los dos días de mi visita a Turín y que ya te he contado.

Han sido muchas las veces que he viajado a Venecia y algunas no las recuerdo, pero aquella primera vez no se me olvidará jamás.

Cargado con mi mochila me dejó un camionero de fruta en la pequeña ciudad de Marguera, que está en la costa, y me dispuse a recorrer el famoso puente “Translagunero” que llega a la Plaza de Roma y une las ciento veinte islas de Venecia con el continente. Después, se une como por encanto isla con isla mediante cuatrocientos cincuenta puentes y puentecillos.

La entrada está junto a la Ferrovia y el Canal Grande. En mi mente quedó grabado desde la experiencia de los estudios de Bellas Artes, el esplendor y la belleza. Me vinieron a la mente muchas preguntas. ¿Cuál será la razón por la que Venecia se presenta distinta a todas las otras ciudades de la tierra? Para contestar a esta pregunta no hace falta profundizar demasiado, es suficiente mirar con atención a todo lo que nos rodea. Quién adopte este método se dará cuenta enseguida de que Venecia no está formada sólo de piedra, agua y barro sino de un conjunto de todos estos elementos que entran en la composición misma de la ciudad para formar esa admirable atmósfera creada por formas y colores que penetran en las fibras internas de su admirable estructura.

Recuerda Germán que  ya te conté, en el articulo 2, que en Venecia  entré en la Scuola Grande di San Rocco, donde se contemplan cuadros de Tintoretto sobre temas del Nuevo Testamento, y sobre todo, su crucifixión. Después de paso por la Iglesia de los Frailes llegué y crucé el Puente de Rialto, con sus tiendas de cristal de Murano y su gran vista del Gran Canal, lleno de góndolas y “vaporetos”.

Cuando entré en la Plaza de San Marcos, ni me di cuenta de la Torre “orologio Campanile”,  ni los caballos de bronce. Mis pies corrían para entrar en la Basílica de San Marcos.  Su atrio con una serie de cupulillas y bóvedas, enteramente revestidas de mosaicos del siglo XIII, y bajo el altar, donde fue colocado en 1094 el cuerpo de San Marcos. Allí de rodillas, ¡¡¡cuantas gracias di a Dios por tan grata experiencia!!!

Me compré una guía y fui desgranando cada rincón de la Basílica y sus capillas. ¡Mosaicos por todas partes! Ya no eran las litografías que veía en los libros y en las clases del profesor Felipe Garín. ¡Estaba contemplándolo yo en vivo! ¡Se me pasaron las horas volando! A las cuatro de la tarde, el estomago me pedía su alquiler. No me había dado cuenta de la hora, y por primera vez en mi vida me compré “un trozo de pizza” y una limonada, pues el agua en Venecia no era bebible.

¿Pero sabes Germán cuál fue la más preciosa experiencia de Venecia? Te la cuento.

Caía ya la tarde y había que pensar dónde pasar la noche y estando a la orilla del Palacio Ducal, mirando el Puente de los Suspiros, vi venir un sacerdote con “manto y teja”. Él me miro, y a él pregunte con un gran esfuerzo de italiano-español, si sabia de algún lugar, donde un estudiante de bellas artes y futuro seminarista podía pasar la noche. Me miró con una sonrisa irónica, y me dijo que cómo certificaba lo dicho. Yo enseguida saqué el escrito, que mi buen amigo Juan me había entregado con membrete del Obispado de Valencia, en donde se decía y afirmaba lo dicho.

Me volvió a mirar con cariño y sacó de su cartera una tarjeta donde escribió unas letras, me acompañó a un “vaporeto” que cruza el canal, me compró un billete y me indicó dónde tenía que bajar. “Entrega esta tarjeta al portero cuando llegues al Seminario”. En la tarjeta ponía un nombre: D. Mauricio Racca (Rector del Seminario).

Las puertas abiertas. La cena en el comedor con los seminaristas, que estaban de convivencia con otros de otras diócesis. Yo era muy joven en comparación con ellos, y se les abrían los ojos y me llenaban de preguntas sobre mi experiencia del viaje. La disciplina nos dio poco tiempo, pues a las diez de la noche me llevaron a una… habitación… que… “mamma mía”. Daba a la gran dársena y al fondo la Plaza de San Marcos iluminada… una cama con baldaquín y colcha de terciopelo… y qué ¡¡¡blandita!!! No me lo podía creer.

Me ofrecieron pasar tres noches y tuve tiempo de jugar de portero medio tiempo, en un partido de fútbol con los seminaristas (ellos jugaban con sotana).

A los tres días, y para más suerte, un sacerdote que iba a Roma me llevó con su Fiat. Nos dieron bocadillos para el viaje y unas botellas de agua y… carretera.

Durante estos dos días me visite toda Venecia, pero siempre que vuelvo con un grupo, les llevo a ver un rincón precioso que me encanta: la casa que tiene “La Scala a Bóvolo”, que no es más que la denominación veneciana del caracol, donde se contempla los escalones que trepan por los viejos muros en blancas espirales de piedra y que se remonta al siglo XV.

Mi amigo German me insistió en que le contara  lo que paso en Roma. Pero eso será otro día.  “German te he dicho que desde el balcón de mi habitación se veía la plaza de San Marcos y se escuchaban los cantos de los gondoleros y que tardé en dormirme”…

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