La mirada de un párroco, desde la esperanza y el optimismo. Ésta es la propuesta del autor de estas reflexiones que tendrán una periodicidad quincenal.

sábado, 14 de abril de 2012

Caminando por la cincuentena pascual


Hace unos días, paseábamos mi amigo Germán y yo por la Avenida del Colesterol, esto es, por delante del nuevo Hospital La Fe, y me comunicó sus impresiones sobre la experiencia que habrán tenido en la semana de Pascua en Tierra Santa los hermanos que han participado en la peregrinación que ha presidido nuestro Obispo Don Carlos, en el curso de la cual éste, entregó a los franciscanos del convento de la Santa Cena, una replica del Santo Cáliz. Y como tantas veces mi amigo, que es un hombre de buenas creencias cristianas, me lanzó también esta reflexión.

Nuestras comunidades cristianas no viven hoy en general días gloriosos, como aquellos primeros en los que la gente "se hacía lenguas de los cristianos" y "el número de los que se adherían al Señor" crecía visiblemente. Nuestras asambleas decrecen numéricamente, como muestran implacablemente las estadísticas de la práctica dominical; la edad media de los practicantes, comenzando por la de aquéllos que presidís la asamblea eucarística, se hace cada vez más alta, y con frecuencia nos quejamos de la ausencia de los jóvenes en nuestras celebraciones y echamos de menos en ellas a veces incluso a los que nos son más próximos.

Parece como si este mundo en el que nos ha tocado vivir no fuera el lugar en el que estamos llamados a vivir nuestra fe y nuestra esperanza en Jesús y nos sintiésemos desterrados en él como Juan en la isla de Patmos. Las comunidades cristianas de hoy nos parecemos a veces a los discípulos al anochecer de aquel día que siguió a la muerte del Maestro. Estamos reunidos en la casa, con las puertas cerradas, dominados por el miedo a un mundo que nos parece lleno de peligros. Con la diferencia de que a nosotros no nos han desterrado los poderes del mundo por "haber predicado la palabra de Dios y haber dado testimonio de Jesús", como le sucedió a Juan. Somos nosotros mismos los que nos hemos encerrado por miedo a esa "cultura de la increencia", a ese "huracán secularizador", a esa "moral neopagana", a esos "medios de comunicación hostiles", tantas veces objeto de nuestras condenas y de nuestras quejas.

Cuando terminó mi amigo de hablar, yo le dije. Mira Germán, aunque creo que tu análisis es correcto, no podemos quedarnos y lamentarnos con todo lo negativo. Cierto es lo que dices, pero…  Jesús no puede dejar a los suyos en esa situación. El, que había sido ungido para anunciar la buena noticia a los pobres, para liberar a los oprimidos; El, que había venido para salvar no a los justos —a los que se creen tales— sino a los pecadores, como el médico dedica sus cuidados a los enfermos y no a los sanos, ahora, Resucitado, sale en busca de aquéllos a los que el escándalo de su muerte en la cruz había dispersado, a los que el final, incomprensible para ellos, de la muerte había colmado de miedo y de desesperación y se les hace presente para decirles: "yo soy el que vive"; "estaba muerto y, ya ves, vivo por los siglos"; y para entregarles su Espíritu y comunicarles, como resumen de todos sus dones, la reconciliación y la paz.

Los discípulos vieron al Señor Resucitado y se llenaron de alegría. Juan oyó aquella voz potente y cayó en éxtasis. También en medio de nosotros se hace presente el Señor y nos invita a creer en El, como la forma propia de hacer también nosotros la experiencia del Resucitado. No se trata en la mayoría de los casos de ver y tocar. Pero tampoco nos podemos contentar con una fe disecada que se limita a afirmar sólo teóricamente que Jesús ha resucitado.

Tenemos signos suficientes en la Escritura, en nuestra propia vida, en la vida de los cristianos mejores que nos rodean, en pequeñas comunidades cristianas que son como brotes de esperanza. Son signos suficientes para percibir que la muerte, la injusticia y el mal no son la última palabra y para "realizar" personalmente que el Espíritu de Dios actúa en la Historia, dirige nuestra vida y es capaz de sacar de la flaqueza de nuestra muerte y de nuestros pecados fuerzas de nueva vida de reconciliación y de paz. Tenemos señales suficientes para confesar como Tomás: "¡Señor mío y Dios mío!" y basta con que nos animemos a reconocer la presencia del Resucitado en nuestra vida para que también nosotros nos llenemos de alegría y nos reconozcamos bienaventurados.

Mira Germán, debemos rezar y trabajar en la evangelización para que esta experiencia pascual haga saltar los cerrojos que ha echado el miedo y abrir de par en par las puertas y ventanas de nuestras comunidades y que las lance al mundo para hacerle partícipe de su esperanza. Que el Señor nos ilumine para encontrar caminos para la comunicación de la esperanza que estos días celebremos todas las comunidades cristianas, en todos los lugares por los que discurre la vida del Jesús Resucitado.

No hay comentarios:

Publicar un comentario