La mirada de un párroco, desde la esperanza y el optimismo. Ésta es la propuesta del autor de estas reflexiones que tendrán una periodicidad quincenal.

sábado, 12 de noviembre de 2011

¡¡¡Mis estimados bancos!!!


Si los primeros cristianos, el grupo de los primeros seguidores de Jesús, viesen cómo funcionamos ahora, se sorprenderían. O, dicho con mayor precisión: se escandalizarían.
   
Ellos, cuando después de la muerte del Señor tuvieron la experiencia impactante y trastornadora de su presencia viva, la experiencia de su resurrección, empezaron a reunirse para vivirla, para reflexionarla, para celebrarla. Se reunían cada semana, para recordar las palabras de Cristo, para profundizar en lo que esto significaba para sus vidas, y para repetir el gesto que Jesús había dejado como presencia suya: el gesto del pan y el vino, el don de la Eucaristía.

Algunas veces he sentido la tentación de empezar la homilía diciendo “Mis estimados bancos”, en lugar del tradicional “queridos hermanos", porque los bancos de delante están completamente vacíos mientras los del fondo de la iglesia están bastante llenos, pero apartados los unos de los otros...


Y no es que no lo haya dicho una y mil veces hasta hacerme pesado. Los argumentos para agruparse en lugar de desparramarse son bien evidentes: ¿a quién van a ofrecer la paz si no tienen a nadie al lado? ¿Cómo pueden salir bien los cantos y las plegarias en común si cada uno tiene la sensación de estar solo?

En muchas iglesias se ha optado por poner el altar lo más adelante posible, pero ni así: siguen poniéndose cuanto más lejos mejor. ¿Qué hacer?

Muchas veces, aunque la capilla es pequeña y solo caben cincuenta personas, preferimos la celebración en este lugar. Es verdad que los que llegan primero siguen  poniéndose detrás pero, fatalmente, los primeros bancos acababan llenándose. Lo que algunos no quieren comprender con argumentos teóricos, acaban aceptándolo con gozo después de una experiencia vivida, aunque para ello sea necesaria una pequeña coacción, pero siempre sin sermones negativos.

Una vez más tenemos que anunciar que los primeros cristianos se reunían alrededor de la mesa, unos junto a otros y cada domingo, semana tras semana. Y lo hacían porque el domingo había sido el día de la resurrección, el día en que habían tenido aquella experiencia que les había transformado: la experiencia de reconocer a Jesús vivo, la experiencia de llevar en su interior el mismo Espíritu de Jesús. Y si alguien les hubiera preguntado por qué hacían esto, por qué se reunían todos juntos, contestaban que era  para recordar la palabra de Jesús y repetir su gesto, y seguramente también habrían respondido diciendo que era Jesús mismo quien les había convocado. Hubieran dicho que no podrían ser cristianos si no lo hicieran: la reunión de cada domingo en asamblea, no se la habían inventado ellos mismos, venía de Jesús, y ser seguidor de Jesús implicaba participar cada domingo en este encuentro.

Por eso, si todos esos cristianos de los inicios de la Iglesia vieran cómo funcionamos hoy nosotros, se sorprenderían y se escandalizarían. No comprenderían que nosotros valoremos a veces tan poco la Eucaristía, el encuentro con el Señor en el domingo. No comprenderían que nos digamos cristianos, que sinceramente queramos seguir el camino de Jesús, el camino del Evangelio, y que, en cambio, muchas veces pasemos olímpicamente de reunirnos cada domingo en la eucaristía. Que digamos "voy cuando tengo ganas", como si no supiéramos que es Jesús quien nos convoca a su reunión, a la reunión en la que él nos da su palabra y su pan de vida.

Entonces, ¿qué?... Pues que cada uno de nosotros tenemos que proponérnoslo seriamente. Los curas y los seglares. Hay que buscar, ciertamente, en tanto que sea posible, una celebración de la eucaristía con la cual cada uno pueda sintonizar, para poder vivirla más intensamente. Pero, sobre todo, hay que saberse convocado por Jesús a su reunión. Y, naturalmente, tener ganas de responder a esta convocatoria.

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